Dormíamos en unos dormitorios comunes de un edificio que
constaba de una planta baja, donde estaban las Escuelas Primarias;
la primera planta donde estaban los del curso superior al nuestro,
Primero de Oficialía, y en la segunda planta estábamos
nosotros, los de Primero y Segundo de Iniciación.
Un día nada más sonar el silbato para levantarnos,
al despertarme, me asombré de lo que estaba viendo. Era
una grandiosa cagada en el suelo, pegando a la cabecera
de mi cama. Supongo que soltaría un gran taco como exclamación.
Enseguida se corrió la voz. Menudo cisco se preparó.
Pronto se enteró el padre Félix, nuestro Prefecto,
y se presentó en el lugar de los hechos. El padre Félix
mirando aquel monumental excremento me recuerda el chiste del
cura subiendo por las escaleras de un edificio en el que en el
último piso se topa con una cagada asombrosa. Es irreverente;
por eso no le cuento. El que le sepa entenderá perfectamente
el comentario.
En ese momento empezaron las investigaciones. ¿Quién
habrá sido? Enseguida se pensó en los más
rebeldes, pero no había pruebas que pudieran delatar a
nadie, mejor dicho, no había testigos porque las pruebas
allí estaban bien claras.
Si he de dar mi modesta opinión, a mi juicio, eso lo hizo
alguno que se levantó sonámbulo, y en vez de hacer
sus necesidades en el servicio, no le dio tiempo y lo soltó
allí, justo a la cabecera de mi cama. Qué casualidad,
mira que éramos gente, pero me tuvo que tocar a mí.
El resultado de la investigación no dio frutos positivos.
Se buscó como presuntos culpables a los que las armaban
continuamente. El prefecto preguntó por Zarzuelo (mi rival
del canuto). Ya no estaba en el dormitorio. En ese momento se
acrecentaron nuestras esperanzas de desayunar, pues nos habían
dicho que si no aparecía el defecador nos quedábamos
sin desayunar.
Bajé a buscar a Zarzuelo. Le encontré enseguida.
Sabía que estaba fumando un cigarro en los servicios de
los talleres. Lo hacía todos los días. Le gustaba
fumar hasta en ayunas. Le dije que preguntaba el prefecto por
él. No le dije el motivo. Subimos al dormitorio, pero el
misterio no quedó desvelado. Zarzuelo negó rotundamente
haber sido él. Conclusión, el caso se metió
en el departamento de asuntos archivados y nosotros ese día
empezamos las clases con el estómago vacío.
Qué sensación más desagradable. Tener hambre
y lo único que te venía a la mente era el motivo
de aquel hambre, la jodida cagada.
Vaya mañana que pasamos, no hacíamos más
que mirarnos los unos a los otros, sin hablar; nos consolábamos
sólo con la mirada y el desafinado ruido de nuestras tripas
vacías.
A
correr en pijama
El dormitorio era un lugar sagrado. En cuanto se apagaban las
luces había que guardar absoluto silencio; de lo contrario
venían los castigos; castigos duros, por cierto. Castigos
que pudimos comprobar unas cuantas veces, porque, había
que reconocer que éramos unos chiquillos y como tal actuábamos.
No valían amenazas. Nos avisaban que teníamos que
guardar silencio, que nos iban a castigar y hacíamos caso
omiso. Nos volvían a avisar, y seguíamos haciendo
el mismo caso de la advertencia. Como la paciencia llega a un
límite, la de nuestro Prefecto no era ilimitada; explotaba,
se enfadaba, daba las luces y decía:
Poneos
unas zapatillas que vamos a hacer un poco de ejercicio.
Y en pijama y en pleno invierno, bajábamos a los campos
de fútbol a dar unas cuantas vueltas corriendo. ¡Qué
putas las pasábamos!... Pero nosotros lo buscábamos,
nosotros lo encontrábamos y nosotros lo pagábamos.
Era uno de los castigos más duros que nos daban, porque
la carrera podía durar media hora, una hora o lo que se
le antojase al padre Félix.
Carlos
Valentín Gil
-Diciembre 2008-
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