¡Jesús, qué
cruces!
Otro de los castigos que había, y no por fumar, sino
por dar guerra en clase era el de quedarse a estudiar los sábados
y domingos. Cada clase tenía un delegado. El nuestro
era un chico de Cabezón de Pisuerga. Repetidor. Era un
poco fantasmilla. Los castigos venían como consecuencia
de las cruces que te ponía el delegado por dar guerra
en clase. Siempre estaba controlando a ver quién se movía
o hacía alguna cosa rara para ponerle una cruz. Disfrutaba
poniendo cruces.
Mi ficha era un cementerio la mayoría de las semanas.
Yo era bastante inquieto, pero es que éste, a la más
mínima te arreaba una cruz, y si protestabas era peor
porque te añadía alguna cruz más al expediente.
Total, la mayoría de las semanas me tocaba quedarme a
estudio los sábados por la tarde. Qué martirio.
Qué aburrimiento.
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El cine
Ir al cine, muchos días era un problema, bien de dinero
–entonces nuestros bolsillos estaban más vacíos
que llenos– o bien por nuestra edad. Nos gustaba ir a
ver de vez en cuando alguna película para mayores de
18 años. Ninguno los teníamos, pero yo, como era
el más alto me encargaba de dar las entradas al portero.
Si sólo se fijaba en mí, pasábamos; pero
si se le ocurría mirar a los propietarios de las otras
localidades... estábamos apañados porque el único
que podía pasar un poco por alto era Antolín,
que ya tenía un poco de pelusilla en el bigote. Muchos
días nos tocó vender las entradas porque no nos
dejaban pasar, con la consiguiente desilusión de todos.
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Estrecheces
Mi madre me mandaba un talego todos los sábados y le
dejaba en Información en el colegio. Dentro del talego
iba la ropa limpia, algún choricico del pueblo para pasar
menos hambre y la propina, envuelta en un sobre usado: diez
duros.
¡Qué
poco duraban! Ninguna semana me llegaban hasta el sábado.
Casi todo me lo gastaba en el fin de semana: mi cajetilla de
Celtas, el cine o los futbolines, algún pastel que otro,
y adiós. Si a esto se sumaban las desgracias, a ver qué
hacías.
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¡Qué
cabrón!
Un día en el Campo Grande, estábamos jugando en
los columpios, prohibidos para nosotros por ser “mayores”,
y cuando dejamos los columpios cruzamos por el medio de un jardín.
Nos vio el guarda y nos echó el alto. Echamos a correr
pero yo tardé en arrancar, y después de amenazarme
con la escopeta, me cogió y me puso una denuncia de diez
pesetas. Mi bolsillo no andaba bien, pero acababa de recibir
el talego de mi madre y tenía dinero fresco; sí,
tenía las diez pesetas para dárselas a aquel cabrón.
A saber donde fueron a parar los dos duros. Seguro que al Ayuntamiento
no.
Mi economía sufrió un revés tremendo. ¡La
madre que le parió al dichoso guarda! Le podía
haber echado la multa a su padre, porque más culpa tenía
su padre que yo, de que él fuera tan idiota.
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El moro
Un día, Rafa, Antolín y yo, nos fuimos al barrio
de la Rubia, donde todavía quedaban resquicios de las
ferias, y había algunas atracciones. Allí nos
abordó un hombre mayor, de tez morena, presumiblemente
de origen marroquí, que nos dijo: “Vinti duros
in un minuto y da pol culo”.
No le entendimos nada. Unos instantes después, Antolín
le dijo que repitiera lo que había dicho. El morito repitió:
“Vinti duros in un minuto y da pol culo”.
Al momento, siguiendo el consejo de Antolín, salimos
de allí como balas, y cuando estuvimos un poco alejados,
nos paramos. Antolín nos dijo:
–¿No
le habéis entendido?
–No–.
Le contestamos Rafa y yo.
–¡Quería
saciar sus apetitos carnales con nuestros traseros. Lo que nos
decía era que nos daba veinte duros por darnos por el
culo en un minuto.
–Joder.
De buena nos hemos salvado–.
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El Real Valladolid
Los domingos, cuando jugaba el Real Valladolid, nos íbamos
al viejo Estadio Zorrilla. No teníamos dinero para sacar
la entrada, así que había que intentar colarse.
Los curas del colegio nos proporcionaban un pase para ver un
partido una vez al trimestre, por lo que si querías ver
fútbol de categoría, no había otra solución.
No lo hacíamos mal. Casi todos los domingos lo lográbamos.
Burlábamos a los porteros con bastante facilidad. Algunas
veces nos tocaba correr por entre los espectadores que ya estaban
acomodados; entre los que sí que tenían dinero
para pagar la entrada, o eran socios; porque se había
dado cuenta el portero de que nos habíamos colado. Era
un riesgo para él, porque mientras iba detrás
de uno que se había colado, y que al final no cogía,
se le colaban todos los demás.
Cuando era un partido importante, de gran afluencia de público,
“doblaban la guardia”, colocaban más porteros
para evitar que la gente como nosotros se colara, pero ni aún
así. Lo intentábamos por todas la puertas de acceso
al estadio hasta que conseguíamos nuestro propósito;
aquello me divertía mucho, era una gozada. Sentía
más emoción viendo un partido de aquéllos
que cualquiera de los de ahora.
Cuando acababa el partido nos volvíamos a reunir. Cada
uno contaba su hazaña de infiltración. Comentábamos
las jugadas que más nos habían gustado del partido,
los goles, los resultados del marcador simultáneo “Dardo”..
Vamos, igual que ahora, pero sin pensar en la quiniela. Entonces
eran muy pocos los que tenían dinero para permitirse
el lujo de jugar a las quinielas, y menos nosotros.
Acabado el fútbol, nos íbamos a dar un paseo por
la ciudad.
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Empujad
otro poco
Un día paseando por la orilla del río, al lado
de la Playa de las Moreras, se nos acercó un señor,
gallego para más señas, que nos pidió por
favor que le empujáramos el coche porque no le arrancaba.
Se le habían abierto, le habían robado y le habían
averiado el coche. El tío blasfemaba y maldecía.
Insinuaba que le habían advertido que Valladolid tenía
fama de que había muchos ladrones y carteristas. Le habían
dicho la verdad desgraciadamente.
Empezamos a empujar el coche, una y otra vez, y otra vez y otra
vez, de un lado a otro. Ya llevábamos hora y media empujando.
Sudábamos como patos y el señor no cejaba en su
empeño. Al fin se convenció de que no había
manera de arrancar aquel trasto. Nos dijo que dejáramos
de empujar y nos dio la propina. Nos dio un billete de veinte
duros y nos dijo que le devolviéramos diez duros, que
nos daba los otros diez de propina. No se había dado
cuenta de que si nosotros hubiéramos tenido diez duros
no habríamos estado paseando. Creo que en ese momento
no habíamos juntado ni cinco duros entre los cinco.
–Bueno,
quedaos con todo. Al fin y al cabo os habéis pegado buena
chaqueta. Y gracias–.
Sudorosos pero contentos, nos despedimos del gallego y comentando
el caso nos fuimos a dar buena cuenta del billete a la sala
de juegos de la Juventud Josefina, que se encontraba cerca de
allí, en la parte posterior de la Iglesia de San Benito.
Ahora que lo pienso detenidamente; ¿no sería una
broma de mal gusto la que nos gastó aquel individuo?
Alquilamos un par de mesas de ping-pong y allí invertimos
nuestros “empujones”. Por lo menos lo invertimos
en una cosa en la que estábamos todos de acuerdo.. A
todos nos gustaba mucho el tenis de mesa. Además habíamos
decidido no hacer ningún reparto.
La prueba de nuestra afición al tenis de mesa es que
jugando a ratos como ese fuimos aprendiendo a desenvolvernos
en este deporte, y al año siguiente ya éramos
unos buenos practicantes; sobre todo Rafa, que era un fenómeno.
Rafa ya sabía jugar cuando fue al colegio. Yo no había
jugado nunca.
Dos años más tarde, éramos los cinco, componentes
del equipo de Cristo Rey, junto a alguno más, los federados
en el Campeonato Infantil de Valladolid.
Yo era de los peores, pero me gustaba mucho jugar y además
me sentía muy feliz, porque hasta en el deporte estábamos
los cinco amigos juntos.
¡Qué
ratos!
El
cine del colegio
Los sábados después de cenar nos echaban películas
de cine en el colegio: “Sonaron cuatro balazos”,
“El baile de los vampiros”, etc. Aquí empezó
mi gran afición al séptimo arte. La mayoría
de las películas eran del Oeste: John Wayne, Gary Cooper,
y toda esa generación que tanto han deleitado a grandes
y a chicos con esas bonitas películas. El cine costaba
un duro. Una insignificancia. A pesar de todo, también
intentábamos colarnos. Lo de ver las cosas por la patilla
se había convertido en vicio, era como una droga para
nosotros. Aquí era más difícil, por lo
que la mayoría de los días nos tocó pagar
el duro, muy a pesar nuestro.
El proyector que tenían los curas era más viejo
que la pana. Hacía mucho ruido. Cada dos por tres se
paraba. Si a esto añadimos el que cada vez que se oía
el menor ruido, el hermano Mayordomo –encargado del proyector–,
lo paraba y no lo volvía a poner en funcionamiento hasta
que hubiera absoluto silencio, con la consiguiente advertencia
de que si volvía a suceder no nos pasaba más película;
y que cada vez que salía una mujer en la pantalla con
un poco de escote, cortaban la escena, aunque no tuviera el
más mínimo signo de frivolidad...
Pero aún así pasábamos las noches del sábado,
antes de irnos a la cama, entretenidos.
Carlos
Valentín Gil
Julio - 2011
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