INSTITUTO POLITÉCNICO

CRISTO REY DE VALLADOLID



 

 

Aquellos inolvidables años (capitulo 8)

Los Talleres

En aquel entonces, íbamos a practicar a los dos talleres: Electricidad y Mecánica.

Como mucha gente no llevaba claras las ideas de lo que quería estudiar, esto nos servía, para ver por donde se inclinaba nuestra vocación, aunque lo que nos enseñaron este año poca vocación podía despertar.

En el taller de electricidad teníamos de profesor a un antiguo alumno, el señor Salas. Tenía algunos días muy malos y fama de mala leche. Había que andar con pies de plomo. A la más mínima que armaras te habías ganado un buen tortazo. Algo de eso le pasó al de mi pueblo que estaba en mi clase, Alberto. Como era un bala, todo el tiempo que no estaba estudiando estaba armando alguna. En el taller teníamos unas mesas de trabajo con unos enchufes, que servían para probar las instalaciones que hacían los de 1º de Oficialía. Nosotros todavía no hacíamos instalaciones. Nos daban hilos de hierro. Los teníamos que pelar hasta la mitad, estirarlos todo lo que pudiéramos y hacer los empalmes que te mandara el profesor. Bueno, pues al amigo Alberto se le ocurrió coger dos hilos con unos alicates y meterlos en un enchufe. ¡Pumm! “Saltaron los plomos”. Nos quedamos a oscuras. Se acercó el profesor a Alberto y sin más le dio un guantazo que besó el suelo, con la consiguiente alegría para todos aquéllos que le tenían manía. Nadie del curso por muy fuerte que fuera le hacía frente a Alberto.

Este taller no se me daba ni bien ni mal. Cumplía. Pero el otro... hay el otro. Qué manía le tenía. No soportaba tener la lima en mis manos. Nos daban una pieza de hierro en forma de “U”. Teníamos que ir limando las aristas con la lima basta y tener una posición siempre, con un cierto ángulo formado por los pies, de tal manera que uno de ellos –no me acuerdo ahora cuál– indicara a la perfección el lugar de la parada del autobús, fuera del colegio. Estas prácticas nos las daba el hermano Manso. Había que estar dale que te pego limando y limando, sin descansar, y los pies en la posición indicada. No podías ni levantar la cabeza, ni hablar con nadie. Si cometías la más mínima infracción y te veía el Manso, te la habías ganado. Entonces te la ganabas por todo. El castigo podía ser que te diera en la cabeza con un llavero metálico, que dolía mucho; que te tirara del pelo, que no digamos, o que te diera un tortazo. Del dolor de los tortazos no voy a hablar; sólo voy a comentar un dicho que nos aprendimos todos enseguida, referido al tal Manso. Rezaba así: “Manso como un cordero, pero da ostias como Folledo”. Folledo era un boxeador español de la época. Yo recuerdo haberle visto boxear y jamás le vi dar unos tortazos como les daba el Manso. El guapo y apuesto Manso. Para qué decir más.

 

El asalto al dormitorio

Otro de los que sacudía fuerte era el hermano Darío, alias “el Tacaño”, encargado de los comedores y del orden en los mismos. Pero a éste le vamos a dejar para los comentarios que surjan en el siguiente curso.

En Cristo Rey había acontecimientos de película. Un fin de semana hubo hasta un asalto a los dormitorios. Los ladrones robaron todo el dinero y objetos de valor que pillaron, no creo que fuera mucho, pero registraron hasta la última maleta. Yo tuve la suerte de que no tenía nada de valor en ella, y además la tenía abierta, así que no me llevaron nada. Hubo a quien no se la pudieron abrir y se la rajaron. Los autores, aunque no se encontraron entonces suficientes pruebas fueron dos hermanos que estudiaban en el colegio 1º de Oficialía y 2º de Iniciación.

Entonces no se les pudo acusar de nada porque no había pruebas, no había más que sospechas. Pero no se conformaron con ese golpe, les supo a poco, y le quisieron dar más fuerte.

En las vacaciones de verano asaltaron la administración del colegio y tampoco les pillaron. Pero a la tercera va la vencida. Volvieron a asaltar la administración, y los curas, escopeta en mano, les pillaron con las manos en la masa.

Uno a la cárcel y otro al reformatorio. Hala, por malos.

No fue éste el último día que los curas escopeta en mano se enfrentaron a unos delincuentes, porque hubo otro asalto que salió hasta en los periódicos, alabando la valentía de los curas, o de algunos curas.

El taller de carpintería estaba muy lejos de la comunidad donde residían. También fue asaltado varias veces. Cansados ya de tantos robos, decidieron colocar un sistema de alarma que les avisara en la comunidad. No tardó en sonar.

Una banda de “quinquis”, famosa por lo visto, buscada por las policías de España y Portugal decidió también asaltar el taller de carpintería, no se sabe si por primera vez. Sonó la alarma en la comunidad. Nosotros estábamos de vacaciones. Los curas armados se presentaron en el lugar y quisieron detener a los ladrones, éstos no se rindieron y se liaron a tiros. Los ladrones vieron que se estaban jugando el pellejo y que estaban acorralados y decidieron entregarse. Total, que lo que no habían podido lograr las policías española y portuguesa, lo habían logrado una comunidad de jesuitas. Siempre se ha hablado del poder de los jesuitas. Los ladrones se lo debieron oler. Suena a chufla pero es cierto.

En clase continuábamos haciendo de las nuestras. Había que ver un día a don Marcelo subido a un banzo que había en clase, amenazando a Rebaque. Éste le miraba de mala leche, como con ganas de comérsele vivo. Pero don Marcelo no se arredraba ante nada. Era además de muy religioso, muy valiente, y le dijo:

–“No me mire usted así, que le pego un guantazo que sale por la ventana sin romperla y sin mancharla”–.

Todos los días teníamos misa. Don Marcelo hacía las introducciones con un fervor que nos hacía emocionarnos a todos. Vamos, a todos los emocionables, porque había gente que no se emocionaba por nada, ni tan siquiera cuando hablaba don Marcelo de la Virgen María en la capilla.

 

El dictado

Con don Marcelo me ocurrieron unas cuantas anécdotas, ni que decir tiene que siempre acababa cobrando el mismo, yo. Un día en clase de Lenguaje, nos mandó estudiar un párrafo que después nos iba a poner en un dictado. Yo no tenía ningún problema con la ortografía, era uno de los mejores de la clase en esta materia, mis notas en Lenguaje eran muy buenas; pero ese día, no sé por qué, se me ocurrió apuntar en mi mano unas palabras por si cuando nos pusiera el dictado dudaba. Don Marcelo leía el periódico, pero de vez en cuando miraba por encima de éste para ver si todo estaba en orden.

Pasó lo que tenía que pasar. Me vio apuntando las palabras en la mano. Se levantó y como le gustaba hacer teatro, para impresionar; en vez de ir directamente a mi mesa, se fue rodeando y mirando a otros compañeros, con las consiguientes miradas de toda la clase, para ver a quien le tocaba cargar con el mochuelo; hasta que llegó a mí. Miró entre las hojas de mi libro. Miró encima de la mesa –de sobra sabía que las había escrito en la mano izquierda. Con la izquierda no sé escribir, así que en la derecha no podían estar–. Me cogió la mano derecha. No vio nada. Me cogió la mano izquierda, miró y dijo levantándome:

–¡Soy un águila, soy un águila! ¿Qué quería hacer usted?¿A quién quería engañar?–.

Me llevó hasta su mesa, donde apoyó mi mano con la palma hacia arriba y dijo:

–Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete–. Y se lo avisó a quien tenía que corregir mi dictado, porque él no los corregía. Nuestro cuadernos los corregía otro compañero de clase, y él para poner las notas, les cogía a final de mes, miraba las faltas de ortografía y nos quitaba medio punto por cada falta. Yo normalmente, acabado el mes tenía una, dos o tres faltas como máximo; pero aquel mes la armé, porque fueron mis únicas faltas de todo el mes. Para más colmo cuando hicimos el dictado no cometí ninguna. Cosas de chicos.

No me salía ni una cosa bien con don Marcelo. A finales de curso, el que tuviera una nota media entre los tres trimestres superior a 6,50 no tenía que hacer el examen final. Tenía la asignatura aprobada.

Teníamos siete asignaturas: Matemáticas, Física, Religión, Geografía, Dibujo, Formación del Espíritu Nacional y Lenguaje.

Sólo tuve que hacer el examen final de Dibujo y Geografía. Todavía no habían acabado mis aventuras o desventuras con don Marcelo. En el examen final de Lenguaje, nos mandó a los que no teníamos que hacer el examen, cuidar de los que lo estaban haciendo. Él también estaba presente. Había chuletas por todos los lados. Me di cuenta, pero no delaté a nadie, por supuesto. Los libros de Lenguaje estaban en el suelo. Pero como el ingenio y la astucia de los que se ven perdidos no tiene límite, y como las pastas de los libros al final de curso estaban despegadas, los que se estaban examinando tuvieron la feliz ocurrencia de poner las pastas del libro de Lenguaje en el suelo, pero con las hojas de adentro del libro de Matemáticas, que tenía el mismo formato; y en el cajón del pupitre, las hojas del libro de lenguaje con las pastas del libro de Matemáticas. Alguien de los que estaba vigilando conmigo me lo comentó, y pasando al lado de Martín Teresa, un compañero de Mojados, levanté con el pie un poco las pastas y vi que era uno de los que había dado el cambiazo. Me eché a reír. Le susurré a Teresa, que así le llamábamos, que qué hacía con el libro de Matemáticas en el suelo, en vez del libro de Lenguaje. Me vio don Marcelo y me dijo que qué pasaba. Yo le dije que nada. Como no le convenció mi respuesta, me dijo que saliera de la clase porque si me veía otra vez en aquella actitud me mandaba hacer el examen. Me salí de la clase y ahí acabó todo.

Esta fue mi última anécdota con don Marcelo y en este curso.

Unos días más tarde, acabado el curso y con todas aprobadas me iba para mi pueblo a disfrutar de las vacaciones de verano.

Atrás quedaba de todo, incluso compañeros que no volvería a ver por no haber aprobado las suficientes asignaturas para pasar al siguiente curso o por haber perdido la beca.

 

Carlos Valentín Gil

Octubre- 2011

 

 

 

 

 

 

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