Los
Talleres
En aquel entonces, íbamos a practicar a los dos talleres:
Electricidad y Mecánica.
Como
mucha gente no llevaba claras las ideas de lo que quería
estudiar, esto nos servía, para ver por donde se inclinaba
nuestra vocación, aunque lo que nos enseñaron este
año poca vocación podía despertar.
En el taller de electricidad teníamos de profesor a un
antiguo alumno, el señor Salas. Tenía algunos días
muy malos y fama de mala leche. Había que andar con pies
de plomo. A la más mínima que armaras te habías
ganado un buen tortazo. Algo de eso le pasó al de mi pueblo
que estaba en mi clase, Alberto. Como era un bala, todo el tiempo
que no estaba estudiando estaba armando alguna. En el taller teníamos
unas mesas de trabajo con unos enchufes, que servían para
probar las instalaciones que hacían los de 1º de Oficialía.
Nosotros todavía no hacíamos instalaciones. Nos
daban hilos de hierro. Los teníamos que pelar hasta la
mitad, estirarlos todo lo que pudiéramos y hacer los empalmes
que te mandara el profesor. Bueno, pues al amigo Alberto se le
ocurrió coger dos hilos con unos alicates y meterlos en
un enchufe. ¡Pumm! “Saltaron los plomos”. Nos
quedamos a oscuras. Se acercó el profesor a Alberto y sin
más le dio un guantazo que besó el suelo, con la
consiguiente alegría para todos aquéllos que le
tenían manía. Nadie del curso por muy fuerte que
fuera le hacía frente a Alberto.
Este taller no se me daba ni bien ni mal. Cumplía. Pero
el otro... hay el otro. Qué manía le tenía.
No soportaba tener la lima en mis manos. Nos daban una pieza de
hierro en forma de “U”. Teníamos que ir limando
las aristas con la lima basta y tener una posición siempre,
con un cierto ángulo formado por los pies, de tal manera
que uno de ellos –no me acuerdo ahora cuál–
indicara a la perfección el lugar de la parada del autobús,
fuera del colegio. Estas prácticas nos las daba el hermano
Manso. Había que estar dale que te pego limando y limando,
sin descansar, y los pies en la posición indicada. No podías
ni levantar la cabeza, ni hablar con nadie. Si cometías
la más mínima infracción y te veía
el Manso, te la habías ganado. Entonces te la ganabas por
todo. El castigo podía ser que te diera en la cabeza con
un llavero metálico, que dolía mucho; que te tirara
del pelo, que no digamos, o que te diera un tortazo. Del dolor
de los tortazos no voy a hablar; sólo voy a comentar un
dicho que nos aprendimos todos enseguida, referido al tal Manso.
Rezaba así: “Manso como un cordero, pero da ostias
como Folledo”. Folledo era un boxeador español de
la época. Yo recuerdo haberle visto boxear y jamás
le vi dar unos tortazos como les daba el Manso. El guapo y apuesto
Manso. Para qué decir más.
El
asalto al dormitorio
Otro de los que sacudía fuerte era el hermano Darío,
alias “el Tacaño”, encargado de los comedores
y del orden en los mismos. Pero a éste le vamos a dejar
para los comentarios que surjan en el siguiente curso.
En
Cristo Rey había acontecimientos de película. Un
fin de semana hubo hasta un asalto a los dormitorios. Los ladrones
robaron todo el dinero y objetos de valor que pillaron, no creo
que fuera mucho, pero registraron hasta la última maleta.
Yo tuve la suerte de que no tenía nada de valor en ella,
y además la tenía abierta, así que no me
llevaron nada. Hubo a quien no se la pudieron abrir y se la rajaron.
Los autores, aunque no se encontraron entonces suficientes pruebas
fueron dos hermanos que estudiaban en el colegio 1º de Oficialía
y 2º de Iniciación.
Entonces no se les pudo acusar de nada porque no había
pruebas, no había más que sospechas. Pero no se
conformaron con ese golpe, les supo a poco, y le quisieron dar
más fuerte.
En las vacaciones de verano asaltaron la administración
del colegio y tampoco les pillaron. Pero a la tercera va la vencida.
Volvieron a asaltar la administración, y los curas, escopeta
en mano, les pillaron con las manos en la masa.
Uno a la cárcel y otro al reformatorio. Hala, por malos.
No fue éste el último día que los curas escopeta
en mano se enfrentaron a unos delincuentes, porque hubo otro asalto
que salió hasta en los periódicos, alabando la valentía
de los curas, o de algunos curas.
El taller de carpintería estaba muy lejos de la comunidad
donde residían. También fue asaltado varias veces.
Cansados ya de tantos robos, decidieron colocar un sistema de
alarma que les avisara en la comunidad. No tardó en sonar.
Una banda de “quinquis”, famosa por lo visto, buscada
por las policías de España y Portugal decidió
también asaltar el taller de carpintería, no se
sabe si por primera vez. Sonó la alarma en la comunidad.
Nosotros estábamos de vacaciones. Los curas armados se
presentaron en el lugar y quisieron detener a los ladrones, éstos
no se rindieron y se liaron a tiros. Los ladrones vieron que se
estaban jugando el pellejo y que estaban acorralados y decidieron
entregarse. Total, que lo que no habían podido lograr las
policías española y portuguesa, lo habían
logrado una comunidad de jesuitas. Siempre se ha hablado del poder
de los jesuitas. Los ladrones se lo debieron oler. Suena a chufla
pero es cierto.
En clase continuábamos haciendo de las nuestras. Había
que ver un día a don Marcelo subido a un banzo que había
en clase, amenazando a Rebaque. Éste le miraba de mala
leche, como con ganas de comérsele vivo. Pero don Marcelo
no se arredraba ante nada. Era además de muy religioso,
muy valiente, y le dijo:
–“No
me mire usted así, que le pego un guantazo que sale por
la ventana sin romperla y sin mancharla”–.
Todos los días teníamos misa. Don Marcelo hacía
las introducciones con un fervor que nos hacía emocionarnos
a todos. Vamos, a todos los emocionables, porque había
gente que no se emocionaba por nada, ni tan siquiera cuando hablaba
don Marcelo de la Virgen María en la capilla.
El
dictado
Con don Marcelo me ocurrieron unas cuantas anécdotas, ni
que decir tiene que siempre acababa cobrando el mismo, yo. Un
día en clase de Lenguaje, nos mandó estudiar un
párrafo que después nos iba a poner en un dictado.
Yo no tenía ningún problema con la ortografía,
era uno de los mejores de la clase en esta materia, mis notas
en Lenguaje eran muy buenas; pero ese día, no sé
por qué, se me ocurrió apuntar en mi mano unas palabras
por si cuando nos pusiera el dictado dudaba. Don Marcelo leía
el periódico, pero de vez en cuando miraba por encima de
éste para ver si todo estaba en orden.
Pasó
lo que tenía que pasar. Me vio apuntando las palabras en
la mano. Se levantó y como le gustaba hacer teatro, para
impresionar; en vez de ir directamente a mi mesa, se fue rodeando
y mirando a otros compañeros, con las consiguientes miradas
de toda la clase, para ver a quien le tocaba cargar con el mochuelo;
hasta que llegó a mí. Miró entre las hojas
de mi libro. Miró encima de la mesa –de sobra sabía
que las había escrito en la mano izquierda. Con la izquierda
no sé escribir, así que en la derecha no podían
estar–. Me cogió la mano derecha. No vio nada. Me
cogió la mano izquierda, miró y dijo levantándome:
–¡Soy
un águila, soy un águila! ¿Qué quería
hacer usted?¿A quién quería engañar?–.
Me llevó hasta su mesa, donde apoyó mi mano con
la palma hacia arriba y dijo:
–Una,
dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete–. Y se lo avisó
a quien tenía que corregir mi dictado, porque él
no los corregía. Nuestro cuadernos los corregía
otro compañero de clase, y él para poner las notas,
les cogía a final de mes, miraba las faltas de ortografía
y nos quitaba medio punto por cada falta. Yo normalmente, acabado
el mes tenía una, dos o tres faltas como máximo;
pero aquel mes la armé, porque fueron mis únicas
faltas de todo el mes. Para más colmo cuando hicimos el
dictado no cometí ninguna. Cosas de chicos.
No me salía ni una cosa bien con don Marcelo. A finales
de curso, el que tuviera una nota media entre los tres trimestres
superior a 6,50 no tenía que hacer el examen final. Tenía
la asignatura aprobada.
Teníamos siete asignaturas: Matemáticas, Física,
Religión, Geografía, Dibujo, Formación del
Espíritu Nacional y Lenguaje.
Sólo tuve que hacer el examen final de Dibujo y Geografía.
Todavía no habían acabado mis aventuras o desventuras
con don Marcelo. En el examen final de Lenguaje, nos mandó
a los que no teníamos que hacer el examen, cuidar de los
que lo estaban haciendo. Él también estaba presente.
Había chuletas por todos los lados. Me di cuenta, pero
no delaté a nadie, por supuesto. Los libros de Lenguaje
estaban en el suelo. Pero como el ingenio y la astucia de los
que se ven perdidos no tiene límite, y como las pastas
de los libros al final de curso estaban despegadas, los que se
estaban examinando tuvieron la feliz ocurrencia de poner las pastas
del libro de Lenguaje en el suelo, pero con las hojas de adentro
del libro de Matemáticas, que tenía el mismo formato;
y en el cajón del pupitre, las hojas del libro de lenguaje
con las pastas del libro de Matemáticas. Alguien de los
que estaba vigilando conmigo me lo comentó, y pasando al
lado de Martín Teresa, un compañero de Mojados,
levanté con el pie un poco las pastas y vi que era uno
de los que había dado el cambiazo. Me eché a reír.
Le susurré a Teresa, que así le llamábamos,
que qué hacía con el libro de Matemáticas
en el suelo, en vez del libro de Lenguaje. Me vio don Marcelo
y me dijo que qué pasaba. Yo le dije que nada. Como no
le convenció mi respuesta, me dijo que saliera de la clase
porque si me veía otra vez en aquella actitud me mandaba
hacer el examen. Me salí de la clase y ahí acabó
todo.
Esta fue mi última anécdota con don Marcelo y en
este curso.
Unos días más tarde, acabado el curso y con todas
aprobadas me iba para mi pueblo a disfrutar de las vacaciones
de verano.
Atrás quedaba de todo, incluso compañeros que no
volvería a ver por no haber aprobado las suficientes asignaturas
para pasar al siguiente curso o por haber perdido la beca.
Carlos
Valentín Gil
Octubre- 2011
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