Quiero
dedicar mis versos
a
quien de fumar dejó,
a
quien lo intenta y no puede,
a
quien puede y no probó,
a
ese que siempre ha fumado,
sintiendo
satisfacción.
Requiere
especial mención
ése
que llaman pasivo
y
nunca alboroto armó,
aun
sabiendo que tenía
buena
dosis de razón.
De pequeño aún recuerdo
entre
otras chiquilladas–
aquellos
gordos canutos
de
soga deshilachada
que
liábamos con hojas
del
cuaderno ya gastadas.
¡Cómo
picaba la lengua!,
pues
chupabas y chupabas
hasta
que al fin provocabas
entre
vivas y algún taco,
una
enorme llamarada.
¡No
chupes así de fuerte,
te
vas a mear la cama!
Luego
la lengua sentías
como
estropajo..., acorchada...
Normal
que así la sintieras.
¡Si
es que estaba achicharrada!
Fumé en mi tierna infancia
anises
¿sin nicotina?,
que
comprábamos entonces
a
la señora Agripina;
picaban
y eran ¡más malos...!,
tan
malos como la quina.
No
faltaron las colillas
de
“caldos” y “cuarterones”
que
en el pórtico tiraban
los
entonces fumadores.
Aparecieron los “Celtas”,
y
nuestra vida cambió;
jugamos
a ser adultos
con
un corto pantalón
y
con mocos que pasaban
de
largo el labio inferior.
Pensaba
que si fumaba,
antes
me haría mayor.
Años
después me di cuenta;
¡fatal
equivocación!,
es
una clara patraña,
todo
es un “craso error”!
Como jugaba con Félix,
–para
entendernos, “Maninas”–,
cuando
encendía un pitillo,
la
pava yo le pedía,
y
si no estaba de malas,
la
misma me concedía.
Cuando
estaba cabreado
para
nadie pava había
porque
al suelo la tiraba,
y
en el suelo la pisaba
hasta
que la destruía.
Algunos
días incluso,
si
no andaba mal de pelas,
las
pavas eran de lujo...
¡
de rubio eran, colegas!;
pues
le gustaba fumar
Bisonte
o Tres Carabelas.
Yo he fumado hasta en la torre,
–y
qué ricas me sabían
aquellas
largas caladas,
durante
las homilías–.
Como
era chico del coro
–además
de temerario–,
concluido
el Evangelio...,
¡a
fumar al campanario!
Jamás
al cura conté
aquellas
mis pillerías;
tuve
miedo y pensé que
excomulgarme
podría.
Y cuando jugaba al fútbol
fumaba
en los intermedios,
y
si el mister me reñía,
con
suavidad le decía:
“es
para templar los nervios”.
¿Templar
los nervios? Mentira.
Es
porque tenía más vicio
que
el que tienen las gallinas
por
darle y darle al “fornicio”.
Pero quién iba a pensar
después
de estos avatares
que
el Gobierno iba a prohibir
fumar
en tantos lugares,
y
se iba a perseguir
a
todos los fumadores
casi
tratándoles como
auténticos
malhechores.
Si
se ha fumado en el tren,
en
el bus y en el avión,
si
en hospitales y bancos
siempre
fumaba “to Dios”;
¿por
qué de golpe y porrazo
tan
tajante prohibición?
Si yo regentara un bar
pondría
en un gran letrero:
“Aquí
se puede fumar
y
tendrá premio el primero;
el
que encienda uno con otro;
y
¡atención!, no será menos
aquél
que al expectorar,
expectore
el duodeno.
Regalo
especial tendrá
quien
no deje de toser;
santo
y seña del que fuma
dos
cajetillas... o tres”.
Una médica me dijo
–atentos,
que es pistonudo–:
de
Habanos todos los días,
dos
cajetillas yo fumo,
pero
te aconsejo majo
que
tú no fumes ni uno.
No
sabes el daño que hace
a
los pulmones el humo.
–Querida,
dando consejos,
eres
única, seguro:
Permíteme
que te diga:
¡Anda
y que te den ... dos duros!
Carlos
Valentín Gil
-Noviembre de 2010-
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