INSTITUTO POLITÉCNICO

CRISTO REY DE VALLADOLID



 


AQUELLOS INOLVIDABLES AÑOS - CAPÍTULO XI

 

Seguimos en Oficialía...

 

EMILIO PASTOR: In memoriam

Estuve en tu entierro, pero noté que faltaba algo.

Mucha gente, algunos conocidos, varios ramos de flores, varias coronas…, sí, pero faltaba la nuestra; la de la Asociación de Antiguos Alumnos de Cristo Rey y Miralar a la que tú pertenecías y a mí me enorgullece presidir porque teniendo a personas como tú es como si le dieran más valía.

Quiero que estas mis memorias del colegio, estos recuerdos en los que tú fuiste protagonista los consideres como las flores de tu Asociación que ahora adornan tu tumba.

Emilio, descansa en paz

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2º de Oficialía

El Dibujo nos lo daba Emilio Pastor –el Pastor-, un señor joven, muy inteligente y un gran profesor. Fumaba muchísimo e incluso nos parecía que se quedaba con todo el humo adentro, no se lo veíamos echar por ninguna parte.

Un día le mandaron del pueblo a mi amigo Julián Delgado una caja con chorizos y “otras ayudas contra el hambre”. El Pastor era una persona muy seria pero sabía aceptar de vez en cuando una broma. Siempre al empezar la clase teníamos unos minutos de relajación en los que sacaba a salía a relucir algún suceso gracioso que había oído o le había sucedido.

Ese día cogimos uno de los chorizos de Julián y lo colgamos del tubo fluorescente que estaba justamente encima de la mesa del profesor. Cuando empezó la clase no hubo ningún minuto para chorradas por parte del Pastor, aunque nosotros estábamos preparados para armar un poco de juerga a costa del chorizo.

Él nos miraba extrañado porque veía que todos nosotros no le hacíamos ni caso y teníamos toda nuestra atención puesta encima de su cabeza, en aquel chorizo de Tapioles que tenía una pinta extraordinaria. Al fin pudo llevar su mirada junto a la nuestra hacia aquel delicioso objetivo.

Tenía una risa muy contagiosa, y nosotros lo único que tratábamos era de provocar esa risa de algún modo. Esta vez lo conseguimos, y con su risa llegó la carcajada general de toda la clase.

Creo que era el mejor profesor que teníamos. Todos estábamos muy contentos con él, sabíamos que si suspendía a alguno era porque realmente no estaba fino en la materia. Al final de curso, por no andar fino en la materia, fui una de las numerosas víctimas de esta asignatura. Me quedé en un 4,5 y me tocó ir en septiembre a recuperar.

En septiembre, después de estar todo el verano empollando la teoría no tuve ningún problema en aprobarla.



Malabarismos

Como en la clase había de todo, no podía faltar el copión, el clásico tío que aprueba todos los exámenes que puede a base de copiar. Me refiero a Salvador Pérez Ortega, Ortega, de Santovenia de Pisuerga; un verdadero especialista en estas lides; un extraordinario malabarista con los libros y los apuntes en los exámenes, y uno de los mejores a la hora de las prácticas de taller; que todo hay que decirlo. Era un manitas.

Era un verdadero espectáculo verle copiar, al igual que eran una maravilla sus instalaciones en el taller.

Como lo que quiero contar son sus maniobras en los exámenes teóricos, dejaremos a un lado sus buenas aptitudes.

Llevaba a los exámenes todos los apuntes que tuviera a mano. Le daba lo mismo que el profesor estuviera vigilando estrechamente para que nadie copiara. Él se las apañaba para que todo su examen saliera de chuletas y otras artimañas ilegales.

Un día hicimos un examen teórico de dibujo. Al día siguiente, una vez corregidos los exámenes por nuestro profesor, el señor Pastor; éste se dispuso a decir las notas de los exámenes. Cuando llegó a Ortega, le extrañó mucho su examen; debía estar muy bien, casi calcado. El profesor mosqueado, no se fió y le dijo:

–Ortega, tú has copiado.

–¿Yo? Yo no–. Dijo Ortega.

–Sí, sí que has copiado-. Insistió el Pastor. –Y si no, mira, te voy a hacer una pregunta del examen.

Le preguntó una de las cuestiones del examen, y Ortega no sabía ni qué hacer, ni qué decir, porque no tenía ni puñetera idea. El caso es que el Pastor le puso un “0” como un catedral. Por malo, por copiar.

Esto no le importó a Ortega lo más mínimo porque era lo único que podía hacer para aprobar los exámenes. Lo de estudiar no era lo suyo y su única alternativa era copiar.



3º de Oficialía

Este curso nos daba Tecnología el Pastor; el de la risa contagiosa, el coracha que no expulsaba el humo cuando fumaba; el antiguo profesor de dibujo, el gran profesor. Seguíamos teniendo unos minutos para contar anécdotas antes de empezar la clase en serio.

Un día apareció en clase riéndose a carcajada limpia. Se sentó en su sillón y seguía riéndose. Nosotros, al verle, aunque no sabíamos los motivos de su risa, aprovechábamos para reírnos también. La risa siempre ha sido una cosa muy cara. Siempre ha escaseado y he de decir que para mí es una de las cosas de más valor. Si todo el mundo riera podríamos estar orgullosos de que muchos de los problemas que nos aquejan habrían desaparecido, o por lo menos se habrían olvidado por unos momentos, que no es poco. La mejor manera de mostrar la felicidad que uno lleva dentro es expresarla exteriormente con la risa.

Al fin, el Pastor se destapó y decidió, para justificar su risa, explicarnos el motivo de la misma:

Acababa de salir de la clase de 1º de Maestría de Electricidad, donde uno de los alumnos de esa clase, tras escuchar la lección del día cuyo tema eran los condensadores, le había expuesto lo siguiente:

El condensador sólo se puede utilizar en corriente alterna porque partiendo de su símbolo, de representación gráfica


veremos que los electrones que circulan por un circuito de corriente continua se chocan contra las paredes y la corriente ya no circula. En cambio, con la corriente alterna es diferente, porque como su nombre indica no lleva nunca continuidad y va alternando, es decir, saltando. Entonces cuando llega a las paredes, salta, haciendo que el circuito no se corte, y aunque algunos electrones no pasen porque caen en el pozo “C”, no pasa nada, porque la mayoría saltan las paredes.

Mientras contaba esto, se cortaba soltando unas risotadas estruendosas diciendo:

-Si es que cada vez que lo recuerdo no me puedo aguantar. Como puede ser la gente tan ignorante.

Nosotros no sabíamos qué hacer; cómo reírnos; cómo parar el ataque de risa que le había dado a aquel hombre. Una vez que paró de reír, creyendo que el cachondeo ya había acabado se dispuso a darnos la clase de Tecnología en serio.

Todos atentos y en silencio para escuchar las explicaciones del señor Pastor. De repente, nada más empezar a hablar, la risa le juega una mala pasada y digo mala pasada porque ahí se acabó la clase formal de Tecnología de ese día; rompió de nuevo a reír con más ganas todavía mientras decía:

-No me puedo aguantar. Cada vez que me acuerdo..., esto es “demasiao”.

Claro está, si él no estaba dispuesto a tomarse en serio la clase de aquel día, nosotros estábamos menos dispuestos y sí que estábamos dispuestos a seguirle la corriente –continua o alterna – hasta el final. La risa invadió a todos los que allí estábamos. Llorábamos de risa, nos revolcábamos en nuestros pupitres. Así toda una hora destinada a una clase de lo más formal y que fue la clase más informal que este hombre, víctima de un ataque de risa, nos dio nunca. Es más, no exageraría si dijera que en ese colegio se diera una circunstancia ni parecida.

Acabada la clase surgió el debate. Todos teníamos la misma duda: ¿el alumno de 1º de Maestría le había hecho aquel planteamiento sobre el funcionamiento de los condensadores creyendo estar en lo cierto o le había hecho aquellas declaraciones para ver cómo reaccionaba el profesor por cachondearse un poco de él y con él? ¿El Pastor estaba verdaderamente seguro de que su alumno le había hecho aquel planteamiento con pleno conocimiento de causa? Todos coincidimos. No se podía ser tan ignorante para hacer aquellas declaraciones. La cosa había ido de guasa y el Pastor había picado y se lo había tragado.

Quizá mis escritos no reflejen como yo quisiera todas estas anécdotas vividas por mí en la clase, en el dormitorio o en los campos de recreo, pero pienso que muchas veces si uno no está en el lugar de los hechos, las cosas por muy bien que se expliquen carecen de esa salsa que se disfruta estando en el meollo, en vivo y en directo. Si algún día alguien lee todas estas memorias que no tienen absolutamente nada de ficción, que me perdone si no he detallado lo suficiente algunos aspectos. No soy un profesional de la pluma y lo que escribo lo hago por afición, recordando unos tiempos pasados muy felices, los más felices de mi vida sin duda alguna, que desgraciadamente no volverán. Unos tiempos que fueron... unos años maravillosos.

Durante este curso tuvimos varias anécdotas con el Pastor que no se pueden quedar en el tintero.



¡Guti! ¡Guti! ¡Guti!

Si el año anterior en un examen de Dibujo pilló a Ortega, eso no quería decir que nadie le volviera a copiar, si no utilizando el mismo método, usando otro diferente.

Cuando el hombre se encuentra en situación desesperada, se alía hasta con el diablo, o busca como en el caso que voy a contar a continuación, maneras de copiar que sorprenden al más inteligente y al más astuto.

Situación desesperada era la marcha de Pérez Gutiérrez “Guti” en Tecnología, y debido a esa situación, como no conseguía aprobar por las buenas, lo intentó utilizando las artes del que se ve perdido, haciendo trampas.

Un día hicimos un examen de Tecnología. Fue un examen que no tuvo ninguna particularidad... de momento. La particularidad vino al día siguiente, cuando una vez corregidos los exámenes, el Pastor se dispuso a decirnos las notas.

Si en el curso anterior, cuando pilló a Ortega, comenzó diciendo las notas de los que le precedían, y al llegar a Ortega saltó, ese día no se aguantó y saltó antes de decir nota alguna:

-Pérez Gutiérrez. Has copiado.

Guti, contestó sereno:

-No señor, no he copiado.

-¿Me vas a decir que no, cuando tienes contestadas las dos preguntas al pie de la letra, igual que en el libro?

-No señor, yo no he copiado.

Bueno, entonces supongo que no tendrás inconveniente en contestarme la siguiente pregunta.

Fueron dos preguntas y algún problema lo que nos puso en el examen. Le preguntó una de las preguntas; perdón por la redundancia. Guti la contestó al pie de la letra, al igual que había hecho el día anterior en el examen.

No sólo quedó el Pastor sorprendido. Todos estábamos que no salíamos de nuestro asombro, no podíamos dar credibilidad a lo sucedido, conociendo a Guti.

El Pastor no se conformó e insistió, preguntándole la otra cuestión. Nuevamente Guti, como si fuera un charlatán, contestó la pregunta sin la más mínima vacilación. No se paraba ni a respirar en los puntos y en las comas. La contestó todita de un tirón.

Aquello era demasiado. Yo no había visto una cosa igual. Ni yo ni los demás de la clase. Un alumno cargado de suspensos y que la Tecnología no era su fuerte, ni mucho menos, nos estaba dejando de un aire. Creo que a alguno se le llegó a caer la baba.

El Pastor se rindió ante la evidencia y no tuvo más remedio que admitir que Guti estaba muy bien preparado y que se sabía la materia al “dedillo”.

Pero no; de nuevo había sido engañado, eso sí, con un engaño que hubiera convencido a cualquiera.

Lo que hizo el pillín de Guti fue lo siguiente: teníamos un block de hojas en blanco destinado solamente para hacer los exámenes. En dos de las hojas había copiado entre otras las dos preguntas que nos puso el Pastor, pero atención al detalle, que fue donde estuvo la clave; las había copiado con un bolígrafo sin tinta, por lo tanto si no echaba uno la vista muy encima del papel no apreciaba aquellas letras grabadas con tanta astucia. No tuvo ningún problema en copiar. Después vendría la segunda parte de todo aquel tinglado. Guti sabía que debido a su perfección en las respuestas no le convencería al Pastor y al día siguiente le sometería a un interrogatorio exhaustivo. Todo lo tenía planeado a conciencia. Una vez acabado el examen y sin tiempo que perder, se dedicó exclusivamente a aprenderse de memoria aquellas dos preguntas. La cosa estaba bien clara; antes del examen eran muchas las preguntas que se tenía que aprender y con todas no podía. Después del examen sólo eran dos, y con esas dos bien pudo porque se las aprendió; vaya si se las aprendió; somos bastantes los que podemos atestiguarlo. Hasta nuestro profesor puede dar crédito de ello. Esta vez al Pastor no le quedó más remedio que rendirse ante la evidencia y ponerle a Guti la nota que su examen había merecido.

No sé si el Pastor quedó o no conforme, a lo mejor pensó que su único interés era que supiera esas dos preguntas como las sabía, y para él era suficiente. El caso es que a Guti ese día le abrimos las dos puertas de clase y se sacamos a hombros cual si de un torero triunfador se tratara. La verdad es que a Guti le teníamos que haber abierto más veces las dos puertas porque cuando caminaba abría tanto sus pies que si te cruzabas con él por un pasillo un poco estrecho lo más fácil es que te pisara.


Crespo


Durante el transcurso de otro examen de Tecnología, yo estaba sentado en la misma mesa que Crespo, un chico de Trasvía (Santander). Él estudiaba electricidad por la rama de bobinador. Ese día nos había puesto un examen diferente a instaladores y bobinadores. Nos mandó colocar de tal manera que no compartieran la misma mesa dos de la misma especialidad. Yo no tenía ninguna pega con mi examen, pero los problemas vinieron de mi compañero de pupitre, al que parece que no le iban bien las cosas. A los bobinadores les había mandado hacer un esquema de cierto tipo de motor.

Crespo blasfemaba y blasfemaba porque no hacía más que equivocarse. Cuando ya no le quedaba ningún nombre del santoral por acordarse y faltando un cuarto de hora para acabar la clase, lanzó un excremento contra Dios por vía oral; pegó un puñetazo en la mesa que hizo retumbar toda la sala y se salió de la clase sin pedir permiso y rasgando su examen para tirarlo a la papelera que estaba junto a la puerta de entrada –que por cierto era la misma que de salida y la misma que de salida de emergencia-.

Como era un examen, y a pesar de extrañarnos aquella actitud, no hicimos ningún comentario; todos estábamos dispuestos para dar el último toque a nuestro examen; mejor dicho, estaban, porque yo no había podido hacer nada, no me había dejado Crespo; no me había podido concentrar. Me quedaba sólo un cuarto de hora para hacer un examen calculado para una hora y que yo podía haber hecho bien. Ahora los nervios por hacerlo deprisa podían jugarme una mala pasada. Afortunadamente pude hacer lo suficiente para aprobar.

Llegada la hora que daba por finalizado el examen, todos entregamos el nuestro. Todos menos Crespo, que fuera de clase, en el pasillo, estaba dando otro repaso al santoral.

Si hubiera entregado el examen, aunque lo hubiera hecho mal, su nota no habría bajado de un tres o un cuatro, que era la nota más baja que solían poner cuando se había hecho algo; pero aquella actitud le costó un cero, una regañina cojonuda del profesor, el correspondiente disgusto y la burla de toda la clase, que se cachondeaba de él.

Yo también estaba un poco disgustado porque pude hacer el examen más completo si Crespo me hubiera dejado, pero no le guardaba rencor; comprendí que momentos malos en la vida los tiene cualquiera, y aquél casi seguro sería uno de los peores que había tenido el primo del “Alcalde de Zalamea”.


Huérfanos


Faltando un par de meses para acabar el curso, el Pastor se fue a trabajar a Telefónica, a Madrid. Según habíamos oído, allí sólo iban los fenómenos, y él era un fenómeno sin duda alguna.

Para acabar el curso nos llevaron a otro nuevo profesor; también se apellidaba Pastor, pero no valía ni la mitad; y no quiero que estas palabras sirvan para quitar ni poner méritos a nadie.

El “primer” Pastor era un gran especialista en la materia y el segundo había estudiado Bachillerato Superior de Electrónica, había intentado seguir con esta carrera, pero se había quedado en la estacada por falta de conocimientos o por vocación, y se había hecho perito agrónomo; algo bastante distinto; según nos dijeron.

Era una gran persona; muy tímido y con poca personalidad, debido quizá a la poca experiencia, a la inseguridad o al flojo desenvolvimiento en una materia en la que no estaba preparado para enseñar.

A trancas y barrancas iban pasando los días para él. No sabía ni qué ni cómo explicarnos. Los exámenes que nos quedaban por hacer, más bien diría yo, que nos los pusimos nosotros en vez de él. Era un pobrecico.

Aún recuerdo el primer día que nos dio clase. Allí entró tímidamente, como si le hubieran dado un empujón mientras estaba descuidado, y le hubieran tirado a una jaula de leones hambrientos dispuestos a darse un maravilloso banquete a costa de aquella criatura, y le hubieran dicho: “estamos en Santiago de Compostela; compóntelas como puedas”. Sí, un empujón como a los paracaidistas novatos y poco decididos.

Era de estatura normal: gafas graduadas, debajo de las cuales lucía una nariz superlativa que la separaba del labio superior un gran mostacho que le servía para disimular su nariz desmesurada.

Arrugaba la nariz como si tuviera un tic nervioso, y nosotros no podíamos mirarle porque nos daba la risa y nos contagiaba su mueca.

Yo, años atrás, debido a una desviación del tabique nasal, había tenido ese mismo defecto. Recuerdo que mi padre me decía: te pareces a “malhuele”. Cada vez que miraba al profesor me acordaba de las palabras de mi padre. Alguna vez me quedé con ganas de llamarle “malhuele”.

No sé quién fue el gracioso que tuvo la idea, pero el segundo día quedó bautizado.

Cuando se dirigía hacia la clase por el pasillo, alguien se asomó a la puerta para ver si venía y dijo: ahí viene el “Conejo”.

Si no se habían salvado del mote profesores que aparentemente no tenían ningún defecto físico, no se iba a salvar éste, que le tenía bien pronunciado. En honor a la verdad, reconozco que parecía un conejo.

Mucho nos hizo reír sin querer, porque aquella cara nos recordaba también algún disfraz de Mortadelo.

 

Carlos Valentín Gil

-Diciembre 2014-

Emilio, descansa en paz



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