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Dichoso
tabaco
Mi vida seguía siendo igual: fumando en todos los recreos
todo cuanto podía y oliendo a mierda cada vez que fumaba,
porque no había otro sitio para fumar donde no te vieran,
que no fueran los “váteres”. Allí no
se arrimaban los curas, olía demasiado mal. Todavía
recuerdo aquel olor penetrante de mierda y tabaco envueltos. ¡Qué
peste! Pero el vicio es el vicio.
El infantil de fútbol
De nuevo el infantil de fútbol necesitaba un portero. Había
cambiado de entrenador; ahora llevaba el equipo el padre Fierro,
mi nuevo padre Prefecto. Un gran futbolista, un gran entrenador
y una gran persona, sobre todo para conmigo.
Podía jugar al fútbol en el infantil por cumplir
los años después del 1 de septiembre; me pidieron
que jugara y acepté. En el equipo estaban mis mejores amigos
de entonces: Rafa y Julián.
Cuando fiché por el infantil no tenía pantalón
de portero apropiado (los pantalones de portero llevaban unas
almohadillas para amortiguar los golpes en los muslos). En el
equipamiento que nos daban tampoco tenían este tipo de
pantalón, así que un sábado me fui con mi
madre a comprarme unos pantalones con almohadillas.
Recuerdo que fuimos a Deportes Vallejo. Allí me probé
unos pantalones que me estaban muy grandes de cintura y de muslos.
–Le están impecables–. Le dijo Vallejo a mi
madre.
–¿No le están un poco grandes?– Le dijo
mi madre.
–Ahora sí. Pero en cuanto los lave una vez encogen
y se le van a adaptar divinamente–.
Bueno; el caso es que me quedé con los pantalones. Antes
de estrenarlos le dije a mi madre que los lavara a ver si era
verdad que encogían y se adaptaban. Pero ni encogieron
ni se adaptaron.
Qué disgusto me llevé. Además los tiempos
no estaban para tirar el dinero, así que aguanté
con ellos y los fui llenando con el paso del tiempo, a medida
que mis pantorrillas engordaban e iban echando músculos
(porque por más que me tiraba al suelo no se rompían.
Qué pantalones más duros). Todavía creo que
andan por ahí, en algún baúl.
Ignacio “Cocita”
De Ignacio hay algunas cosas dignas de contar, porque como he
dicho anteriormente era muy gracioso y le pasaban cosas muy singulares.
Un día en el dormitorio –teníamos de instructor
a Miguel Hernández, “el Tarta”–, se le
ocurrió asomar su pene por la puerta al tiempo que salía
Miguel de su cuarto. Para ver cómo reaccionaba. Esto fue
lo que pasó:
Miguel: –¿Qui qui quién e está a a
a aso asomando ese e dedo po po or la p p p p pu puerta?–.
Ignacio: –No te jode, como si yo tuviera la “picha”
tan fina como un dedo. “Ete e gilipolla”–.
Tú eres tonto desde las preparatorias: Don Emilio una vez
más
En nuestra clase tuvo su gamberrada de curso. El delegado de nuestra
clase era un chico apellidado Río. Era repetidor. Tenía
unas ideas muy personales de ejercer el mandato en la clase, algunas
de las cuales no compartíamos un número elevado
de compañeros. Decidió dimitir, a pesar de que todos
le animamos para que no lo hiciera, le dijimos que tan solo había
que pensar una manera de llevar la clase en la que estuviéramos
la mayoría de acuerdo, pero su decisión fue irrevocable,
lo dejó.
Elegimos democráticamente como nuevo delegado a otro repetidor,
Luis Carlos Espinel. Un chico muy distinto al anterior, más...”viva
la Virgen”.
El mismo día del nombramiento teníamos clase de
F.E.N. y decidimos estrenar su mandato con una fiesta por todo
lo alto, en la que la víctima sería don Emilio,
como no.
Cuando entró don Emilio en la clase, allí estábamos
todos para preparar un gran alboroto. La clase estaba llena de
gente, pero vacía de luz. Estaba “iluminada”
por una profunda oscuridad. Eran las cinco de la tarde y teníamos
las persianas bajadas y las luces apagadas.
–¿Qué es esto? ¿Qué pasa aquí?
No tenéis vergüenza, muchachos. A ver, que den las
luces. Que se levante el delegado de clase–.
Se dieron las luces. Se levantó Espinel. Al verle don Emilio,
dijo:
–He dicho que se levante el delegado, no tú–.
A Espinel le tenía bastante manía, porque era uno
de los más revoltosos de la clase. Espinel dijo:
–El delegado soy yo, don Emilio–.
Don Emilio: –Tú eres tonto desde las preparatorias–.
(Las preparatorias eran las escuelas primarias).
Espinel: –Si solo llevo en el colegio dos años, don
Emilio–.
Don Emilio: –Pues parece que llevas cuarenta–.
Toda la clase estábamos que explotábamos, pero no
nos atrevíamos a soltar la carcajada pues don Emilio se
podía enojar más todavía y el castigo podía
ser duro, ejemplar; así que aguantamos.
Don Emilio dijo que iba a hablar con el padre Fierro para que
nos pusiera un duro castigo a ver si escarmentábamos de
una vez por todas. No recuerdo cual fue el castigo ni si tan siquiera
llegó a hablar con nuestro padre Prefecto; el caso es que
una vez más, don Emilio –“el Pata”–
fue víctima de una gamberrada que aunque a nosotros nos
hizo mucha gracia a él no le hizo la más mínima.
Otra vez le tengo que pedir perdón, don Emilio, por los
malos tragos que le hicimos pasar. No éramos buena gente
¿verdad?, pero esto es la realidad y así lo cuento.
Clase nudista
Las clases de taller y tecnología se encargaba de dárnoslas
Enrique Espinel, “el Espinel”. Creo que no tenía
ningún parentesco con nuestro nuevo encargado de clase.
No sé cómo definirle, quizá un poco chulo
y autoritario.
Recuerdo que un día caluroso, ya casi acercándonos
al verano, la mayoría de los de la clase no llevaban calcetines.
El Espinel se dio una vuelta por la clase y vio uno de aquellos
“desvergonzados nudistas”; le dijo que a clase no
se podía ir sin calcetines –qué diferencia
de unos tiempos a otros, ahora lo podía hacer–, que
saliera de clase y se fuera a poner unos. El alumno era interno;
salió de clase y se fue al dormitorio en busca de los dichosos
calcetines. Los demás que estaban en la misma situación
escondían los pies cruzándolos por debajo de los
asientos, pero no les valió de nada porque Espinel seguía
dando vueltas por la clase en busca de algún otro desvergonzado
que hubiera osado presentarse en clase de aquella manera tan “erótica”.
Iban cayendo uno tras otro todos los “nudistas”. Cuando
se cansó de dar vueltas, y por si se le había pasado
alguno, se sentó y dijo:
–Todo el que haya venido sin calcetines que abandone la
clase y vaya a ponerse unos–.
Aquel día la clase parecía más de Higiene
con el hermano Cantalejo que de Tecnología. Sí que
era un poco raro el tío. Lo podía haber pasado aquel
día y habernos advertido para próximas clases y
no preparar el revuelo que preparó.
El
kilo y la madre que le parió
En el taller había una costumbre no muy buena, por cierto;
y eso lo pude comprobar porque yo fui el que pagó el pato
por todos los demás. La costumbre era recoger el cobre
inservible que quedaba por el suelo de las instalaciones o los
bobinados y venderlo. Todos teníamos nuestra pelotita o
nuestras pelotitas de cobre para lo que decíamos “el
kilo”, que consistía en reunir una cantidad de cobre
que pesara un kilogramo, para venderlo después en alguna
chatarrería.
Un día estaba cogiendo una herramienta en el cajón
de mi mesa, donde también tenía un par de bolas
de cobre, con tan mala suerte que pasó por allí
“el Espinel” al tiempo que tenía el cajón
abierto. Las dos bolas se veían perfectamente. Aquello
nadie lo consideraba una falta, por lo que nadie trataba de esconderlo.
Espinel me mandó sacar las bolas... de cobre, ¡je!,
y después de una tremenda bronca me dijo que avisaría
al padre Hernández, encargado de los talleres de Electricidad
y Electrónica para que dictase sentencia por aquel mi delito.
Allí se presentó el padre Hernández, y efectivamente
dictó sentencia. Se abrirá una investigación
sobre el caso. Mientras tanto quedaba expulsado del taller hasta
nuevo aviso.
Afortunadamente me pasó lo menos que me pudo pasar: tres
días sin entrar en el taller. El padre Hernández
me dijo que mientras la clase de taller me fuera a mi clase. En
la hora que me dio ese destino para mi castigo.
Uno de esos días cuando fui a entrar en mi clase, pensando
que no había nadie en la misma, entré sin llamar,
como es razonable. Pero allí estaban mi Espinel y mis compañeros,
los bobinadores, dando una clase teórica. La especialidad
de Electricidad estaba dividida en bobinadores e instaladores.
Nada más entrar me dijo el profesor:
–¿Quién le ha mandado entrar aquí?
¿Por qué ha entrado sin llamar?–.
Mi contestación no se hizo esperar:
–Me ha mandado venir aquí el padre Hernández,
y he pasado sin llamar porque no sabía que hubiera alguien
dentro.
–Pues tenías que haber llamado para entrar–.
Dijo Espinel.
–¿Cómo iba a llamar si pensaba que no había
nadie en clase, que estaban todos en el taller?–. Contesté
yo.
–Salga de la clase y llame para solicitar permiso para entrar–.
Salí, cerré la puerta y llamé.
–Adelante.
–¿Se puede?–. Pregunté.
–Adelante. Adelante. Así está mejor. Ahora
váyase a otra clase que aquí no puede estar–.
Enfurecido le dije:
–Me ha mandado el padre Hernández que venga a la
clase, mientras la clase de taller y...
–Y yo le digo que se vaya, así que coja los bártulos
y lárguese.
Será desgraciado, pensé; además de otras
cosas más gordas. No había más que hablar.
El que manda, manda; y en esta ocasión el que mandaba era
él. Así que salí de clase dando un portazo
y acordándome de…
Espinel se había convertido en el ser más odiado
por mí de toda la tierra y yo me había convertido
desde aquel día en carne de cañón para él;
una víctima para el final de curso. En junio me despachó
con un 4. Puede que lo mereciera… y puede que no.
Aprobé el taller en septiembre aunque también me
tocó sufrir el carácter de este señor.
De todos modos diré que si me hubieran expulsado del colegio
por lo del cobre, habrían cometido una injusticia, porque
yo no había robado nada de nada, y esto lo digo ahora que
no tengo ninguna responsabilidad y que no me pasaría nada
si dijera lo contrario. No trato de salvar mi reputación
pues esto ocurrió hace ya muchos años y mi vida
de entonces no tiene nada que ver con la de ahora. YO NO ROBÉ
NADA. Jamás vendí un gramo de cobre.
Carlos
Valentín Gil
-Septiembre 2015
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