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A primeros de octubre estrenaba un nuevo curso: 3º de Oficialía.
Atrás quedaba el curso que más me había costado
sacar adelante; el curso más difícil; el curso de
la criba; el curso en el que caerían muchos compañeros,
a algunos de los cuales les vería repetir y a otros no
los volvería a ver jamás. Me daba mucha pena, sobre
todo porque había perdido a uno de mis mejores amigos,
a Ignacio.
El primer día de clase nos mirábamos unos a otros
apenados por los compañeros que habían causado baja.
Todos hubiéramos deseado estar los mismos que el curso
anterior, pero no había sido posible, no nos quedaba más
que un grato recuerdo de aquellos que habían convivido
con nosotros durante uno, dos, tres o más años.
Había que dejarse de sentimentalismos y empezar a afrontar
el nuevo curso con pie firme para evitar sorpresas desagradables;
ya no había remedio que hiciera volver a nuestros ex-compañeros,
que no ex-amigos, porque los amigos no dejan de serlo por muy
larga que sea una separación.
¿Fumas? Sí, gracias
Feliz
día, el primero de este curso, a pesar de las ausencias;
sobre todo para los fumadores. Ya no tendríamos que escondernos.
Podríamos fumar por la calle, en los pasillos, en los dormitorios;
incluso en algunas clases nos iban a dejar fumar.
Ya éramos mayores. Éramos unos hombres con pelo
en el pecho; ¡je!, sobre todo yo. Profesores y curas nos
tratarían de una forma diferente, más respetable,
y eso se nos notaba a todos los de mi curso en el andar, y al
cruzarnos con los de cursos inferiores. Los fumadores llevábamos
nuestros pitillos entre los dedos con chulería inusual,
quizá hasta exagerada. Cómo disfrutábamos
fumando delante de los más peques. Era la experiencia de
todos los años de los que llegaban a este curso. Yo eso
ya lo había notado años atrás. Qué
envidia me daban los fumadores “autorizados”. ¡Cómo
me restregaban por los morros su bula, sus largas caladas de aquellos
Celtas que nos sabían a gloria, incluso en “cautividad”,
en los apestosos retretes! Hasta llegar a este día cuantas
veces soñé con ser alumno de 3º de Oficialía
para que me dejaran fumar a pecho descubierto. Por fin. Bendito
día.
Nuevamente
nuestros profesores no eran los mismos que el año anterior,
si bien, algunos continuaban pero dándonos otra asignatura
distinta, como el señor Pastor, que nos había dado
Dibujo y ahora nos daba Tecnología. Como Cuéllar,
que había dejado de ser el ayudante de Espinel en el Taller
y ahora era nuestro profesor de Dibujo. Seguía de Prefecto
el padre Fierro. Nuestro profesor de Matemáticas ya no
era “el Persianas”, ahora era “el Sr. Miranda”,
uno de los profesores más temidos por todos; en primer
lugar por lo que son siempre las Matemáticas, asignatura
odiada por un gran número de alumnos; en segundo lugar
por la fama de severo que precedía a nuestro profesor.
“El Miranda” daba clase en la Escuela de Peritos,
y se decía que allí había tenido como alumno
a su hermano y le había suspendido. ¿Quién
no teme a un profesor del que te dicen esto? Nuestro profesor
de Literatura era el padre Manolo; un “casta”, una
persona simpatiquísima; un jesuita que no vivía
en la comunidad, otro cura externo. De la Física se encargaba
otro ex-alumno: José Luis Rodríguez Lázaro;
un tío fenomenal; uno de los mejores amigos –a pesar
de ser mi profesor– que tuve en el colegio; una persona
que comprendía perfectamente los problemas de los estudiantes
de aquella época. De profesor de Taller volvíamos
a tener al señor Salas. Teníamos una nueva asignatura:
la Geografía Económica. Nos la daba el padre Quirino;
un santo, un hombre al que lo que le sobraba de bondad le faltaba
de pelo, una bellísima persona.
Nos cuidaba en el dormitorio Miguel “el Tarta”. Seguía
siendo el entrenador del Juvenil A de fútbol.
Entrenarse con Miguel era todo un desmadre, pero conseguíamos
estar en una forma impresionante, porque el Juvenil A tenía
como días para entrenarse los martes y los jueves. Los
del B nos entrenábamos los miércoles y los viernes;
pero como nos entrenábamos juntos los dos equipos, eran
cuatro los días de entrenamiento. Los lunes nos dejaban
libres por si estábamos cansados del partido del domingo,
pero como no sabíamos qué hacer durante el recreo,
pues bajábamos a los campos de fútbol “a dar
unas patadas”. ¡Je!
Los sábados eran los únicos días que nos
podía entrenar Jesús, nuestro entrenador, por lo
que también teníamos que ir a entrenarnos si queríamos
jugar el domingo. Nos fastidiaba mucho salir tarde a la ciudad
o que nos cortaran un día como el sábado, un día
libre, era una triste gracia estar entrenándote toda la
semana y por no ir el sábado no poder jugar el domingo.
Cuando jugábamos los domingos, tanto los del A como los
del B, arrasábamos.
Acabada la temporada nos clasificamos en primer lugar y quedamos
los menos goleados. Éramos un equipo muy fuerte, pero no
ascendimos de categoría porque éramos el equipo
filial del juvenil A y no podíamos jugar los dos en la
misma categoría.
Miguel “el Tarta”
La mayoría de los días, el dormitorio era un auténtico
cachondeo, tanto por la mañana al levantarnos, como por
la noche antes de acostarnos.
Nos ponía todos los días la misma música
para levantarnos: “Fresas salvajes”, de Camiso Sesto;
“Con el corazón se puede cantar mientras con amor
se va trabajando”, de Manolo Escobar; etc.
Al sonar la primera canción no se levantaba nadie de la
cama. Cuando sonaba la segunda se iban incorporando los más
miedosos y los más diligentes. Cuando empezaba la tercera
se oía en todas las habitaciones: todos arriba que viene
“el Tarta”.
–“Va a amos, va a amos. Ve enga to odos a a a arriba.
Va a amos, va a amos. A a a alguno sssss se e va a qqqq que e
edar ssss sin d d d de esayunar...”–.
Tanto va el cántaro a la fuente..., que un día nos
dejó encerrados y sin desayunar a unos cuantos.
Miguel daba clase a los de Imprenta. No sé cómo
le aguantarían.
Tuvo una época en la que estaba totalmente pasado de rosca;
un verdadero desastre. Iba por las calles del colegio tocando
una flauta y bailando un yo-yó, provocando la risa y la
burla de todos cuantos le veíamos.
El dormitorio era todos los días un circo. Un día
salió de su cuarto, que estaba nada más entrar de
frente a la derecha, y se fue en dirección a los servicios.
Iba diciendo –si se puede decir que decía algo–:
-Ssssssssss–.
Todos callamos mientras susurrábamos:
–A callar, que viene “el Tarta”–.
Creíamos que ese “ssssssss”, significaba que
pedía silencio en el dormitorio, pero estábamos
equivocados. Lo pudimos adivinar cuando llegó a los servicios,
que estaban al final del pasillo, pues allí después
de un largo siseo arrancó diciendo lo que quería:
-Sssssssssss sssssssssssss ssssssssssseellos, ¿quién
tiene?–.
Se armó un cisco de campeonato. Nadie pudo contener la
risa. Nos revolcábamos por el suelo. Él demostrando
su gran ignorancia todavía nos preguntaba que de qué
nos reíamos. De ti, jodido merluzo; ¿es tan difícil
adivinarlo?
El estudio de la noche acababa a las diez y media. A esta hora
nos daban unos minutos para ir a los servicios o prepararnos para
meternos en la cama. Acabado este tiempo llegaban las palabras
que mejor decía Miguel, porque todos los días decía
las mismas:
–A apaguen luces generales. Enciendan flexos lo os que quieran
seguir estudiando. Bajen persianas. Todo el mundo en silencio...–.
Parecía como si hubiera estado todo el día ensayando
estas frases. Luego las soltaba de carrerilla para no trabarse.
Un compañero de clase, José María Flores,
jugaba en el juvenil A de fútbol. Era el enchufado de Miguel.
Siempre estaba Miguel pendiente de Flores, y éste estaba
harto de tener a Miguel hasta en la sopa. Hubo tirantez entre
los dos durante unos días. En ese tiempo, una noche fue
Flores a mi habitación a ver a Sanzo, que era uno de sus
íntimos amigos. Mientras hablaba con Sanzo oyó salir
a Miguel de su cuarto, y se escondió debajo de una de las
literas.
Miguel fue a la habitación de Flores y vio que éste
no estaba. Decidió ir a nuestra habitación a ver
si estaba con Sanzo, y acertó porque allí estaba,
pero no le vio. Nos dijo que si le habíamos visto; le dijimos
que sí, que por la mañana y por la tarde en clase,
¡je!, pero que por nuestra habitación no había
pasado.
No sé que interés tendría en verle; el caso
es que empezó a mirar por los servicios y por todas las
habitaciones hasta que dio con él.
Hubo carreras por el dormitorio, hasta que jugando al gato y al
ratón fueron a parar al vestíbulo. “A que
te pillo”. “A que no me pillas”... Al final
acabaron esquivándose en una columna que había en
el vestíbulo. Los dos intentaban dar el tortazo a su oponente
–eso sólo Flores se lo podía permitir con
Miguel-. Para desilusión de Miguel y alegría de
todo el dormitorio, el único que acertó con su mano
en el rostro de su oponente fue Flores. No hubo más persecución.
Miguel se fue a su cuarto y Flores a su habitación, y acabó
este incidente, aunque el comentario fue de boca en boca por todo
el colegio. No hubo amenazas de expulsión ni nada, porque
el único que se podía quejar era Miguel, y Miguel
para no hacer más el ridículo, calló.
Carlos
Valentín Gil
- Abril 2017-
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